
El catecismo de la Iglesia Católica nos enseña que toda persona que siempre ha sido fiel a su conciencia se salva. Y aquellos creyentes que se han adherido de palabra y obra a los dictados de su religión, esa persona se salva, se va al cielo (CIC#). Para mí aquí comienza
el misterio de la gracia. Muchas veces repasando mi vida me he asombrado al constatar que a pesar de mi pecado, la gracia de Dios siempre ha estado ahí. Pero es otra gracia, es lo que yo llamo “la gracia recurrente”, la que Dios envía a quienes quiere acercárselos a El, por amor y sin pretender comprenderlo, no hay explicación. La otra, la habitual es la gracia permanente, el que está en gracia de Dios, vive alejado del pecado y goza de su intimidad.
Era verano, mis veranos eran una prolongación del año escolar, venían marcados por las asignaturas pendientes para septiembre, en fin…negar el pasado es negarse a sí mismo. Mi tradicional realidad siempre pasó por ser un desastre como estudiante. Supongo que la vida, las personas, las películas, los libros, las hormigas y cualquier cosa me gustaban más que ponerme a estudiar.
Aquel
verano, mi tiempo se dedicaba a estudiar, pasear por mi ciudad, sin amigos, piscina y sin vacaciones. Dios se sirvió de ello para presentarse a mí.
Seguramente tendría 18 años; menos en los estudios, en casi todo lo demás estaba centrada, una chica normal de su edad con vida sana y amistades estupendas. En una cosa no estaba centrada, en las cosas de Dios. Tras años de práctica intermitente e inconsciente, sin vida sacramental conocida. Un hecho en mi vida hizo primero que me enfrentara a mi conciencia y segundo que me dirigiera a Dios, le pedía que me ayudara a comprender la realidad que estaba contemplando desde El.
Misteriosamente, en medio de ese aislamiento social y tranquilidad que me acompañaban - mi ciudad en verano es un horno – estudiaba y rezaba. Comencé a rezar delante del Sagrario, alguna que otra vez iba a Misa. Pronto se hizo hábito, costumbre, conscientemente dejaba espacios para ello. No sé qué me daba Dios, no sé qué me aportaba eso de “rezar” pues ni siquiera sabía hacerlo, no sabía qué cosa era rezar. El caso es que Dios me invadió, su presencia y el recurrir en todo momento a El comenzó a ser normal para mí.
Hasta
una tarde de ese verano, fui a misa, llegué un rato antes. No había gente, era la iglesia de mi colegio, grande, con su Cristo imponente de madera, esculpido por la Hermana Trillo. Los rayos invadían entre sombras la iglesia a través de las vidrieras multiformes y multicolores. Sentada en el último banco, miraba. Silencio absoluto. De repente me vino una pregunta: ¿de qué me sirve venir aquí si a El no le recibo? Si no comulgo. La respuesta era sabida y conocida: confiésate y podrás.
Curiosamente (ahí está la gracia) lo vi clarísimo. Salí decidida, no recuerdo si me confesé de inmediato o si esperé días, no lo recuerdo. Lo que sí sé es que me confesé, comencé a ir a misa a diario y Dios, la Eucaristía eran lo más necesario y fascinante que me había pasado en mi vida.
A partir de ahí El me guiaba, yo le escuchaba y preguntaba. Apareció el Espíritu Santo, a raudales se me abrió
“la vida interior”. Yo no sabía nada, sólo sabía que todo me sobraba, el mundo, la gente. Dios y yo, El siempre presente, yo ávida de El.
Así es la gracia, así actúa Dios, así nos mira.
Era verano… mi ciudad era un horno Seguramente tendría 18 años...De repente me hice una pregunta… salí decidida
La vida interior apareció en mi interior…
Y Dios miraba…